Hasta el siglo IX los nuevos centros de población no descubrieron la utilidad de las ciudades fortificadas. Los vikingos que sitiaron París en el 886-888 encontraron cortado el paso por las murallas. Más o menos en la misma época, Alfredo de Inglaterra ideó un procedimiento para cerrar las ciudades con murallas, que debían ser vigiladas por fuerzas de la propia localidad. Para levantar y defender fortificaciones de este tipo era preciso que las autoridades públicas obligasen a algunos habitantes a pagar, construir y encargarse de guarnecer dichas murallas.

Los castillos como lugares fortificados y ocupados permanentemente eran de piedra, material que desde el principio exigió la participación de albañiles especializados y exigió tiempo para su construcción.
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